domingo, 13 de marzo de 2011

Iván Sambade_La pragmática masculina del control_Nomadías 11 (interior)

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Medios de Comunicación, Democracia y Subjetividad Masculina . Iván Sambade.


Medios de Comunicación, Democracia y Subjetividad Masculina[1]. Iván Sambadwe


1. Una mirada panorámica.

            La igualdad política y social entre varones y mujeres sigue constituyendo una asignatura pendiente del proceso de democratización de las sociedades occidentales. La sociología empírica ha confirmado la realidad del “techo de cristal” como instancia limitadora del acceso de las mujeres a los espacios de decisión del poder, y en este sentido, nuestras sociedades continúan siendo aún sociedades patriarcales. En este marco social, los varones occidentales seguimos asumiendo y desarrollando de forma consciente o inconsciente, y a través de nuestra conducta cotidiana, prácticas de coacción y discriminación de las mujeres concretas. Estas prácticas alcanzan su límite superior en la cruda y desgarradora realidad de la violencia de género. Pero, además, esta situación tampoco parece generar un estado de bienestar y felicidad en los varones occidentales, sino más bien lo contrario, un campo potencial de crisis y angustia existencial. El significativo incremento del suicidio de varones[2] en las sociedades europeas durante los últimos treinta años puede ser un manifiesto indicador de esta realidad. Por lo tanto, desde esta perspectiva, nos parece acuciante la necesidad de realizar una crítica deconstructiva de la identidad masculina, con el doble objetivo de favorecer el proceso de emancipación de las mujeres y de liberarnos a nosotros mismos, los varones, de la “normalización” patriarcal.
Este proceso debe partir del análisis del estado del sistema patriarcal en nuestras sociedades, así como de su función de construcción social del varón. Y, en este punto, se pondrá de manifiesto la relevancia de los medios de comunicación como transmisores de elementos constitutivos de la identidad masculina.
En lo relativo al estado del sistema patriarcal en las sociedades occidentales, podemos hablar de la “crisis del patriarcado”[3]. Hemos comenzado este escrito afirmando que nuestras sociedades, todavía en la actualidad, son sociedades patriarcales. Ahora bien, el ritmo vertiginoso en que acontecieron los cambios socioeconómicos durante el siglo pasado, consecuencia del desarrollo globalizado de la sociedad de mercado y del proceso de democratización, ha generado un estado de crisis en el sistema de dominación masculina. Una de las características notables de esta crisis es la desestructuración ideológica del patriarcado. Efectivamente, hoy en día, el discurso de la superioridad masculina es entendido por la opinión pública como un discurso políticamente incorrecto. Pero que este discurso haya sido desarticulado no quiere decir que haya desaparecido. Como veremos, el inconsciente cultural continúa plagado de representaciones ideológicas que predisponen a los varones a ejercer prácticas de discriminación de las mujeres concretas. En la sociedad de la información, los medios de comunicación se han convertido en transmisores constantes y fundamentales de modelos, imágenes y estereotipos de masculinidad y de femineidad. Por lo tanto, la deconstrucción de la identidad masculina, cuyos objetivos apuntan a contribuir al proceso de la democratización de nuestras sociedades de un modo real y efectivo, no puede prescindir en caso alguno del análisis crítico de los modelos de masculinidad transmitidos en los MASS Media y de su función en el proceso de la construcción social de la subjetividad masculina.     


2. La crisis del patriarcado.

            En primer lugar, debemos advertir que hacer referencia al estado de crisis en que se encuentra el patriarcado no implica que éste haya desaparecido. En toda sociedad existente, los puestos clave del poder (político, económico, religioso y militar) siguen estando en manos de los varones, por lo que, en consecuencia, podemos afirmar que toda sociedad conocida, del pasado y del presente, es patriarcal[4]. Ahora bien, la evolución de la sociedad capitalista hacia la sociedad de consumo y la acción política del movimiento feminista produjeron durante la segunda mitad del siglo XX, un vertiginoso conjunto de cambios sociales en Occidente que conllevaron el reconocimiento explícito del estatus de ciudadanía de las mujeres y correlativamente, una mejora paulatina de sus libertades sociales y sus condiciones efectivas de vida. Desde esta perspectiva, podemos hablar de crisis del patriarcado, una crisis que se caracteriza fundamentalmente por estos dos aspectos:

1. El detrimento de las instituciones patriarcales más básicas y primarias: La citada evolución de la sociedad capitalista hacia la sociedad de consumo (demanda de mano de obra y demanda de consumidores, la mitad de la población no es suficiente para satisfacer estas demandas) y el proceso de democratización de la misma (proceso al que contribuye notablemente el movimiento feminista) han deteriorado en cierta medida la estricta división sexual de funciones y, simultáneamente, la propiedad exclusivamente masculina de la esfera social pública.

2. La desestructuración del discurso ideológico patriarcal: El detrimento de la división sexual del trabajo y de la propiedad masculina de la esfera social pública ha debilitado las formas más tradicionales y rudas del patriarcado. De este modo, las prácticas de dominación han dado paso a formas más sutiles de discriminación y de represión, y el discurso ideológico patriarcal se ha desestructurado[5].

            Efectivamente, la ideología patriarcal se ha desestructurado. El discurso de la superioridad masculina es objeto de la crítica social y de un manifiesto rechazo de la opinión pública. Pero, aun deshilvanada, la ideología patriarcal se ha perpetuado enmascarada en la adopción del discurso democrático[6]. El discurso democrático ha sido asumido como propio por la mayoría de los varones occidentales. Ahora bien, este discurso está constituido por una serie de principios abstractos (libertad, igualdad, fraternidad) que todavía no se han materializado plenamente en pautas normativas de conducta, dada la relativa juventud de las democracias modernas, sino que, más bien, precisan de una reflexión pragmática en cada uno de los distintos momentos conflictivos que puedan acontecer en la vida social. Simultáneamente, tal y como acabamos de comentar, la ideología patriarcal es políticamente incorrecta, pero el discurso sobre la superioridad masculina no ha desaparecido, sino que desestructurado, ha adoptado una nueva forma en el discurso de la diferencia. No se afirma la superioridad de los hombres, pero sí su diferencia respecto de las mujeres. Consecuencia del androcentrismo propio de toda sociedad patriarcal, esta diferencia sigue siendo entendida por los hombres como una determinación biológica y no cultural. Por lo tanto, latente bajo la nueva ideología democrática, agrupado en el discurso de la diferencia, pervive en el inconsciente cultural un conjunto multidimensional, fraccionado y generalmente incongruente de representaciones ideológicas de género que originan pautas normativas de conducta al varón, tanto en relación con su pertenencia al colectivo masculino y el trato con sus iguales, como en relación con el trato con las “otras”.
De este modo, las prácticas de dominación masculina no desaparecen, sino que se debilitan, a la vez que sutilizan, dando lugar generalmente a prácticas de discriminación[7]. Ahora bien, estas prácticas sustentan una realidad social desigual entre hombres y mujeres y por lo tanto, en su conjunto, perpetúan estados de dominación de las mujeres en la sociedad[8]. Y en este contexto, resurgen de nuevo las prácticas rudas y primitivas de la masculinidad profunda. Nos referimos, por supuesto, a la preocupante realidad de la violencia de género.
La violencia contra las mujeres es un elemento estructural del sistema patriarcal, constituye el límite superior regulativo desde donde se socializa a las mujeres[9]. Pero podemos afirmar rotundamente que en la actualidad de las sociedades democráticas, la violencia contra las mujeres significa un estado crítico en lo relativo ya no al sistema de dominación masculina, sino a la experiencia vital de los varones socializados en el mismo. Podemos hablar de crisis de la masculinidad en dos sentidos:

1. Respecto de los principios de la sociedad democrática: La violencia de género acontece actualmente en sociedades constituidas a partir de los principios y valores democráticos, valores que fueron asumidos como propios y originales del colectivo masculino. En este sentido, los varones hemos entrado en una especie de esquizofrenia; asumimos un discurso y somos incapaces de actuar coherentemente con el mismo, predicamos unos valores y los contradecimos con nuestras conductas, perpetuando, de este modo, la desigualdad de género.

2. Respecto de las propias prácticas de discriminación y coacción: Las nuevas estrategias de represión se caracterizan por su sutileza y complejidad. Son menos llamativas, pero con una acción constante y destructiva (violencia psicológica). En este marco, la violencia física extrema, el rostro desnudo del poder, aparece en aquellas circunstancias en que los varones se ven incapaces de someter a las mujeres e incapaces de asumir esta realidad. Entendemos que bajo esta conceptualización se podría explicar el creciente número de mujeres que mueren a manos de sus parejas cuando han iniciado los trámites del divorcio o han manifestado su deseo de finalizar la relación.
Por lo tanto, la violencia de género hace manifiesta la crisis existencial que atraviesan los varones socializados en el sistema patriarcal[10]. Inseguridad, dependencia, inadaptación al nuevo marco de valores y la subsiguiente violencia de género son algunos de los factores que describen esta situación de crisis. Pero, como ya he apuntado, esta crisis se hace aún más patente tras observar el alarmante incremento del suicidio masculino en los países occidentales durante los últimos treinta años. De nuevo, la angustia experimentada por los suicidas halla su origen en la pérdida de espacios monopolizados por el colectivo masculino, espacios donde tradicionalmente el varón adquiría su identidad de género.
En resumen, los alarmantes datos referidos a la conducta de los varones tanto en lo relativo al ejercicio de la violencia como al incremento del suicidio, ponen de manifiesto la crisis de la masculinidad[11]. En consecuencia, se presenta imperiosa la necesidad de examinar las identidades masculinas con la doble intención de contribuir al proceso de emancipación de las mujeres, y simultáneamente, de liberarnos a nosotros mismos, los varones, de la normalización patriarcal y de sus penosas consecuencias para la integridad del sujeto masculino[12].

 
3. El sistema ideológico patriarcal y la identidad masculina.

            En el segundo apartado, de una forma esquemática, he definido el patriarcado como sistema de dominación masculina. Probablemente, debería ahondar más en esta definición aludiendo a sus características y su naturaleza, pero, en este caso, de acuerdo con nuestros objetivos, nos bastará con determinarlo como un sistema de poder a través del cual los varones ejercen consciente o inconscientemente la dominación / discriminación de las mujeres[13]. A continuación, me centraré en el análisis de alguno de sus dispositivos de poder, en particular, de su sistema ideológico y de la función que éste desempeña en la constitución de la identidad masculina.

            En el punto precedente, referido a la crisis del patriarcado, ya avanzamos alguna de las peculiaridades de su discurso ideológico. En concreto, su desestructuración y su recomposición a partir de representaciones ideológicas incongruentes. A continuación, expondremos más detalladamente las características de este sistema y su funcionalidad en la construcción de la identidad masculina.
            En primer lugar, es obligado hacer referencia a la perspectiva desde la que entendemos el concepto de “ideología”. Partiremos del conjunto de teorías que Michel Foucault desarrolla respecto de la naturaleza del poder[14]. Consecuentemente, con el concepto de “ideología” hacemos referencia a todo producto sociocultural vertebrado por una relación de poder que simultáneamente enmascara y perpetúa un estado de dominación.
            Sin perder de vista nuestra posición teórica, entendemos que el sistema patriarcal de representaciones ideológicas está compuesto por diversos productos socioculturales que defienden, tácita o explícitamente, una “verdad” sustantiva del varón que lo diferencia respecto de la mujer en función de su sexo como determinante biológico. Por lo tanto, el sistema patriarcal de representaciones ideológicas estará compuesto también por los estereotipos e imágenes de la femineidad que encarnan las “verdades” sustantivas de la mujer, en cuanto contraria o diferente del varón. En nuestras sociedades, múltiples saberes y discursos se encuentran vertebrados por la ideología patriarcal: el discurso moral, la mitología clásica, la literatura contemporánea, el saber histórico, el discurso científico o al menos alguno de sus productos, etc. ; pero también, las creencias y mitos sociales, desde los más efímeros y coyunturales, hasta aquellos que se perpetúan milenariamente en la tradición. Los medios de comunicación no son en sí mismos un producto ideológico, pero en cuanto se han instituido cómo el principal transmisor de información, juegan un papel fundamental en la representación ideológica y la inducción de conductas estereotipadas.
            Como decíamos, las representaciones ideológicas transmiten una “verdad” sustantiva sobre el varón, es decir, modos de ser y actuar propios de todo varón. Por lo tanto, las representaciones ideológicas no sólo nos confieren un conjunto de imágenes sobre lo que es un varón, sino también un conjunto de prácticas propias de un varón.
            Pueden diferenciarse fundamentalmente dos tipos de prácticas masculinas[15]: Prácticas masculinas específicas y prácticas respecto del Otro-mujer. Con las primeras se hace referencia a un conjunto de prácticas respecto de sí mismo y de los demás varones a través de las cuales se alcanza la identificación con el colectivo masculino, es decir, se adquiere la identidad masculina. Pero, la identidad masculina se configura respecto de otro colectivo concreto, el femenino, y en este sentido, las prácticas de relación entre varones difieren de las prácticas en relación con las mujeres. Estas últimas son prácticas de dominación o discriminación.
            Fácilmente, podemos observar que las representaciones ideológicas poseen una dimensión normativa. Es decir, los modos de ser y actuar propios de todo varón, implican, respecto de la subjetividad individual, el deber de ser y actuar como un hombre es y actúa. ¿Por qué acepta el individuo este conjunto de normas que en cierto sentido son coercitivas para él mismo? Como explicamos, partimos del hecho de que las representaciones ideológicas enmascaran la realidad del poder. Las prácticas que el sujeto desarrolla están contenidas en una supuesta verdad  sobre el ser humano, por lo tanto, el sujeto no percibe que se le estén imponiendo ciertas normas de conducta a través de las prácticas que realiza, puesto que estas prácticas son legitimadas por la “verdad” representada en cuanto conductas “normales” o “naturales” de todo individuo humano. Pongamos un breve pero significativo ejemplo: en el siglo XIX el discurso médico definió la feminidad como debilidad y enfermedad, y la masculinidad como fortaleza y salud. Esta caracterización legitimó la división sexual de funciones y la propiedad masculina de la esfera pública, al mismo tiempo que justificaba el conjunto de prácticas de control de los varones sobre las mujeres, a través de su confinamiento en el espacio privado. Como decíamos, las conductas masculinas suelen gozar del estatus de la normalidad en la sociedad y la cultura donde el individuo desarrolla su subjetividad. Pero además, son adquiridas a través del proceso de socialización en aquellas instituciones sociales a las cuales el individuo pertenece (escuela, familia, pandilla, etc.). Luego, el individuo no sólo recibe una representación cognitiva de lo que es “normal”, sino que lo siente y experimenta emocionalmente a través de su adaptación e integración en el grupo social. Nótese, que la no-adquisición de la norma implica la marginalidad del sujeto en cuanto “no normal”. Por lo tanto, más que de aceptación reflexiva y voluntaria, estamos hablando de interiorización de las normas o “normalización del individuo”.
            Pero los sujetos (varones, en este caso) no somos conscientes de la forma coercitiva en que se desarrolla nuestra subjetividad. El sistema de representaciones ideológicas constituye el inconsciente cultural[16], el conjunto de normas en el que nos encontramos encerrados sin saberlo y desarrollamos mecánicamente. En consecuencia, estas conductas se efectúan sin conciencia de su origen o razón en las más diversas circunstancias, lo que hace que el sujeto las considere asumidas con propiedad y reflexivamente.
            Como anticipamos, el sistema es múltiple y se encuentra fraccionado, alberga valores y conductas contradictorias en su seno, pero siempre responde al interés del mismo colectivo. No existe una racionalidad específica del sistema articulada en torno a un discurso ideológico; el discurso de la superioridad del hombre sobre la mujer, pero sí múltiples racionalizaciones que en conjunto sustentan un discurso sobre la diferencia “constitutiva” de todo varón respecto de toda mujer. Además, su carácter fraccionario facilita la interiorización de conductas contrarias y paradójicas en toda la experiencia vital del individuo, sin que éste manifieste contradicción alguna entre los modos de ser y actuar relativos a las diversas parcelas de su experiencia vital. Por ejemplo, un hombre puede actuar de un modo imparcial en su vida pública con las mujeres y simultáneamente manifestar conductas agresivas en sus encuentros sexuales conforme a la satisfacción de la expectativa patriarcal de control sobre el Otro-mujer. Su actitud en la vida pública y el reconocimiento social que recibirá como consecuencia de la misma conllevan la interiorización de la noción de justicia en su autoconcepto. Es decir, el individuo en cuestión se autoconcibe como un varón justo. Y a su vez, su autoconcepto constituye un refuerzo positivo que impide que desarrolle una conciencia negativa respecto de sus conductas sexuales.
           
            En conjunto, podemos afirmar que el sistema patriarcal de representaciones ideológicas propone (impone) un conjunto de rasgos de identidad de género. ¿Cómo? Reduciendo las diferencias potenciales de personalidad entre individuos varones y potenciando las diferencias personales de todo varón respecto de toda mujer a través de las representaciones ideológicas de femineidad y masculinidad. Por lo tanto, la identidad de género no sólo hace que nos entendamos diferentes, sino que, por medio de las prácticas masculinas dispuestas por la sociedad patriarcal, induce la experiencia vital de que somos desiguales. En definitiva, la identidad masculina produce una distorsión en la manera de ver, juzgar y actuar de los hombres que perpetúa la situación de discriminación que experimentan las mujeres[17].

            Acabamos de afirmar que todo varón configura su subjetividad a través de un proceso de socialización (normalización) ejercido bajo el prisma de un conjunto de representaciones de identidad de género que lo hace miembro del colectivo masculino. Teniendo en cuenta que esta identidad es común para todos los varones y que los procesos de socialización son análogos, es difícil no concederle pertinencia a la pregunta acerca de la homogeneidad de los varones: ¿Son todos los hombres idénticos? La respuesta obvia es que no. La interiorización de los patrones normativos se encuentra condicionada por las circunstancias sociales, psicológicas y biográficas en las que se produce el proceso de socialización[18]. En este sentido, cada varón tiene una personalidad única, pero además, es importante señalar que este proceso no siempre resulta exitoso, sino que se producen desviaciones respecto de la normalización patriarcal. Existen varones sensibles, poco competitivos, o gustosos de cooperar con las mujeres. Pero, por otro lado, es difícil que un varón se desvíe absolutamente de los patrones normativos patriarcales. Además, la desviación respecto de la condición masculina no implica una discrepancia activa contra el sistema patriarcal. Las razones de este hecho son manifiestas; el varón desviado o no, tiene una situación de ventaja sobre las mujeres en el sistema patriarcal, y en cualquier caso, aunque sea en los aspectos más superficiales, el varón se siente parte integrante del colectivo masculino.          
           
            Podríamos aseverar que si a lo largo del siglo XX hubiera existido un varón prototípico, entonces habría poseído estos atributos: fuerza física, templanza, racionalidad, disciplina, firmeza, independencia e iniciativa. Si además tenemos en cuenta los atributos entendidos como opuestos o contrarios; fragilidad, debilidad, vulnerabilidad, emotividad, impulsividad, dependencia, es decir, los atributos de la femineidad tradicional, entonces se hace manifiesto que frente a este estereotipo, a lo largo del siglo XX, la masculinidad ha representado la fortaleza física y mental. Probablemente, ambos estereotipos tienen un origen común, milenario en lo relativo a algunos de los atributos, en los mitos y creencias populares de la sociedad occidental. Pero, sin duda alguna, merece un comentario aparte el modo en que a lo largo del siglo XIX el discurso médico incorporó a su doctrina los prejuicios socioculturales sobre la femineidad, dotándolos en consecuencia, del carácter objetivo que a dicho discurso se le atribuye[19]. Son muchos los modelos causales que explicaban la debilidad femenina, pero prácticamente todos se centraban en las funciones sexuales de la mujer; el hecho de tener una menstruación cada veintiocho días, de poseer ovarios o de poder quedar embarazada, hacía de la mujer un sujeto cuya racionalidad quedaba mermada por las vicisitudes de su “naturaleza”[20]. En consecuencia, la mujer era concebida como un ser vulnerable, emocionalmente inestable y fácilmente irritable (histérica), en suma, la debilidad encarnada. Y frente a este estereotipo, el modelo masculino aparecía como su contrario positivo. Es decir, el mero hecho biológico de ser varón significaba fortaleza física y mental.
            ¿Cuál es el origen de esta racionalización? ¿Qué razón mueve al colectivo científico a extremar y objetivar la imagen tradicional de la femineidad? El hecho de que la comunidad científica estuviera en su conjunto constituida por varones puede suponer un indicio en lo relativo a estas cuestiones. De hecho, esta racionalización de la femineidad y la masculinidad implicaba simultáneamente una justificación de y un instrumento para la división sexual del trabajo y el correlativo monopolio masculino de la esfera pública, quedando las mujeres confinadas en la esfera privada. En la construcción patriarcal de sexo-género, las mujeres no podían votar, formar parte de una investigación científica, dirigir una empresa o desempeñar función alguna de carácter intelectual. Estas actividades serían perniciosas tanto para su salud y sus “funciones propias”, como para la sociedad, dada la imposibilidad de obtener un adecuado rendimiento. Consecuentemente, todas las funciones y privilegios de la esfera pública eran monopolizadas por los varones, quienes en función de su sexo se encontraban biológicamente capacitados para realizar dichas funciones. Véase cómo el conjunto de atributos masculinos citados anteriormente presupone otros dos atributos de segundo orden; competitividad y autoridad. La competitividad es el requisito fundamental para el trabajo en la vida pública; y la autoridad es un atributo propio de los dirigentes, del gobernador. Es necesario enfatizar el carácter de requisito, expectativa o demanda que posee el factor competitividad. Efectivamente, a todo varón se le supone a priori, en virtud de su sexo, un carácter competitivo. Pero, este carácter no es sólo una suposición sino también una exigencia[21]. Éste es el precio que todos los varones tienen que pagar por los privilegios de la esfera pública. Un hombre se define por lo que hace, no por lo que es. El varón se realiza en la vida pública, halla su identidad en su trabajo. Por lo tanto, la subjetividad masculina se constituye en el mundo público. No es éste un coste bajo. Pero en todo caso, este coste implica la posibilidad de mantener un estado de dominación del colectivo masculino sobre el femenino, estado que a su vez, permite “disfrutar” las posibilidades de la vida pública y otorga a todo varón un espacio donde ejercer su competencia como gobernador: el hogar. Tal y como sucede con la competitividad, la autoridad es otro de los factores que al varón se le suponen por el mero hecho de ser varón. Ahora bien, si la autoridad es también un requisito o una expectativa, el propio sistema deberá de proveer a los varones un lugar donde desarrollar esa capacidad (de otra manera el sistema produciría sujetos deficientes, frustrados por una expectativa ilusoria). Por otro lado, en la vida pública no todos los varones son dirigentes, más bien la mayoría se encuentran subordinados tanto en su trabajo como en el orden político, mientras que sólo unos pocos desempeñen funciones directivas. Pero todos ellos poseen al menos un espacio donde ejercer su autoridad; el espacio de la intimidad, el hogar, donde el varón se sitúa en la faceta del patriarca[22]. Por lo tanto, ni siquiera en el lugar que se les reserva, las mujeres disponen de completa iniciativa, su función específica y previamente determinada, consiste en crear un apacible refugio para el guerrero que retorna al hogar.
            Es importante resaltar el marco socioeconómico en el que se dio lugar a esta nueva y estricta división sexual de funciones. En el siglo XIX, las sociedades europeas se encuentran en pleno desarrollo del capitalismo industrial, y en este marco, la institución de la familia experimenta una serie de transformaciones que fundamentalmente tienden a fortalecer la intimidad del núcleo familiar, a demarcar la esfera de lo privado[23]: la unión emocional entre el padre, la madre y los hijos se intensifica; el núcleo familiar desarrolla un fuerte sentimiento de autonomía; se reivindica el derecho a la libertad como pilar básico de la busca de la felicidad; existe una menor vinculación del pecado al placer; y por último, un deseo progresivo de intimidad física. Durante el desarrollo del capitalismo industrial en las sociedades occidentales, la familia moderna aparece como un estadio favorable para la división sexual de funciones a partir de dos fenómenos socioeconómicos: el desarrollo tecnológico del hogar, lo que se tradujo en la exigencia de un trabajo exclusivo para el mismo, y su separación del lugar del trabajo.
            Volviendo a la división sexual de funciones[24] y a la monopolización de la esfera pública como señas de la identidad masculina, numerosas conductas tradicionalmente masculinas están determinadas por un conjunto de prácticas que denominaré “la pragmática del control”. Para sobrevivir en el competitivo mundo público, para poder sostenerse en el duro terreno de la vida laboral, artística, intelectual… y sobre todo, para ser un dirigente político, el varón precisa desarrollar al máximo una serie de estrategias y técnicas de control. Los orígenes de esta pragmática se remontan a los pilares de nuestra cultura occidental. Ya en la filosofía clásica, se postula la necesidad del autogobierno, del gobierno de los propios impulsos, como premisa indispensable para el gobierno de los otros[25]. A este respecto, las técnicas de autocontrol constituyen una condición necesaria para el “buen” gobierno de los otros. Pero lo cierto, es que independientemente de la preexistencia o no de una orientación ética de dicha praxis, la técnica del autocontrol posee una impecable efectividad para el control de los otros. En la modernidad, la pragmática masculina del control va a conllevar la comprensión del propio cuerpo y de la emotividad como mecanos que se deben controlar desde el núcleo racional. Esta instrumentalización del propio cuerpo y de la emotividad halla su justificación en el paradigma epistemológico de la ciencia moderna y en la cosmovisión mecanicista de la realidad que le subyace. Con el desarrollo de la ciencia moderna, y más en concreto de las ciencias de la mente como la psicología o la psiquiatría, las prácticas de autocontrol no son ya concebidas como una condición política que los “ciudadanos” pueden desarrollar de acuerdo a la finalidad de la excelencia del gobierno, sino leyes naturales (normas) que todo sujeto (masculino) debe desarrollar de acuerdo a su naturaleza humana. Simultáneamente, de modo complementario, otros discursos desempeñaron la función de exclusión de las mujeres de la plenitud de la condición humana. Acabamos de ver, en este sentido, la legitimación de los prejuicios socioculturales que llevó a cabo el discurso médico del siglo XIX. Pero la extensión de estas prácticas de autocontrol a la inmensa mayoría de la población masculina no se debe exclusivamente al carácter universalista de la ciencia moderna. Como señala Michel Foucault, el desarrollo de ciencias como la psiquiatría y la pedagogía y la paralela generalización de las prácticas de encierro (escuelas, fabricas-hogares, manicomios, prisiones…) constituyeron un dispositivo de poder basado en la inclusión-marginación social que posibilitó la socialización-normalización del cuerpo social en su conjunto[26]. Por otro lado, la dramática escisión dualista espíritu-cuerpo (emociones) se intensifica con la cosmovisión mecanicista de la realidad, que explica todo lo real como producto de dos categorías ontológicas: la extensión y el movimiento; la materia y la causa u origen del movimiento.
            La primera de las consecuencias en lo relativo a la subjetividad masculina de la moderna pragmática del control, se materializa en un hondo recelo de la intimidad, la afectividad y una fuerte disposición a la represión de la emotividad. En efecto, el varón medio experimenta un profundo recelo a la hora de exteriorizar sus emociones. Oculta sus intenciones, miedos y sentimientos, para expresar aquellas emociones que debería tener de acuerdo con las expectativas convencionales de la identidad masculina[27]. La consecuencia inmediata de esta materialización es una marcada superficialidad en el carácter del sujeto masculino medio[28].
            La sexualidad masculina representa otro ámbito de la experiencia vital del varón donde la pragmática del control deja una profunda y lastimosa huella[29]. Se puede considerar un caso paradigmático, ya que alberga tanto la cuestión del autocontrol como la del control del Otro-mujer. La sexualidad es entendida desde la identidad masculina como una cuestión de control, pero no de control sobre el propio apetito sexual, que el varón considera imprevisible y caprichoso, sino sobre la funcionalidad eréctil del pene. El pene, símbolo del poder y la diferencia masculinas, constituye el instrumento que se ha de controlar (autocontrol) para ejercer el control definitivo sobre el otro. De este modo, la excitación de la mujer en cuestión, entendida como pérdida de control sobre sí misma, se atribuye a la capacidad instrumental del varón, sinónimo de su superioridad y poder fálico. Esta especie de narcisismo fálico tiene una serie de implicaciones negativas para la sexualidad de los varones. En primer lugar, implica la reducción de la sexualidad a genitalidad. Y en segundo lugar, la vivencia de la sexualidad como confirmación o demostración de la masculinidad, con la consiguiente reducción de las mujeres a terreno donde se desarrolla esta confirmación[30]. Este hecho, junto con la afectividad negativa hacia las mujeres que el sistema patriarcal induce a través de las imágenes míticas de la femineidad, constituye un estadio germinal de la violencia sexual contra las mujeres. La pornografía, con sus fantasías de violación, flagelación y dominación, encarna una manifestación explícita de esta tendencia.


4. Los medios de comunicación como agentes de socialización.

            El alcance de la función socializadora de los medios de comunicación ha sido objeto de un amplio debate. Por mi parte, considero que los medios de comunicación poseen un enorme poder de representación simbólica, y por lo tanto, de construcción de identidades culturales, entre ellas la identidad masculina.
            En lo relativo al proceso de socialización, los mass media constituyen grupos de referencia, frente a grupos como la pandilla de amigos, la familia o la iglesia que son propiamente grupos de pertenencia. Ahora bien, dado su alcance público, en los media se entrecruzan intereses y contenidos propios de los agentes de socialización de pertenencia. En este sentido, los media reducen los ámbitos de privacidad donde los grupos de pertenencia ejercían su acción socializadora, lo que por otro lado, conlleva una difusión masiva de las representaciones simbólicas de estos grupos[31]. Por lo tanto, los medios de comunicación se han convertido en los principales transmisores de las representaciones ideológicas constitutivas del inconsciente cultural de las sociedades occidentales.
            Los mass media construyen representaciones de la realidad, modelos de realidad o realidades posibles. Pero estas representaciones no son meras construcciones mentales imaginarias, sino que poseen un trasfondo político en tanto que configuran un nuevo entorno con una dinámica de poder propia[32]. De este modo, las realidades posibles se encuentran cargadas de representaciones ideológicas. Este hecho se hace patente en su constante uso de estereotipos y modelos. El discurso publicitario se puede considerar un ejemplo significativo a este respecto, ya que sus contenidos se representan fundamentalmente a través de estereotipos. Estereotipos, que tal y como explicamos en el punto precedente, gozan del estatus de lo “normal” o “natural” e influyen en el conjunto de la población, especialmente en los sujetos que se encuentran en la infancia y la adolescencia, etapas fundamentales del proceso de socialización.
            La propagación del estereotipo en los media responde a diversos motivos. La limitación de espacio y tiempo propia del medio junto con el propósito de obtener un alcance masivo entre los consumidores determina la necesidad de imágenes esquemáticas y accesibles a cualquier capacidad de comprensión[33]. Además, las audiencias, en cuanto consumidoras, son preferentemente emotivas. De ahí, que los mensajes publicitarios estén dotados de un contexto emocional que favorece las convicciones previas frente al ejercicio reflexivo de la crítica[34].
            Por lo tanto, si bien los estereotipos surgen en el subsuelo social, los medios de comunicación tienen la capacidad de difundirlos, reforzarlos, perpetuarlos e incluso modificarlos, contribuyendo así, de modo notable, a la construcción de las identidades colectivas.
            Por ello, toda sociedad que pretenda evolucionar en su proceso de democratización debe integrar el análisis crítico de los medios de comunicación en el contexto educativo, con el objetivo de que su función socializadora sea encauzada a través de una actitud crítica y reflexiva.
           
            En relación con los roles sociales de género, los estereotipos presentes en los medios de comunicación reproducen la idea de la superioridad de los varones respecto de las mujeres[35]. De este modo, en conjunto, los estereotipos empleados por los medios de comunicación operan la función tradicional del discurso ideológico patriarcal.
Una observación reflexiva del discurso publicitario nos muestra que la inmensa mayoría de la publicidad relacionada con la esfera social pública está dirigida fundamentalmente hacia los varones, mientras que la publicidad relativa al ámbito doméstico sigue apuntando a las mujeres. Véase, por ejemplo, la tendencia predominante en la publicidad del automóvil, donde la estética y las características técnicas del vehículo se convierten en símbolos de la identidad de distintos colectivos de varones: nos encontramos de este modo, con turismos para varones jóvenes e impetuosos, para “hombres de negocios” que son caracterizados por su determinación e iniciativa (recordemos el famoso eslogan “jóvenes pero sobradamente preparados”), para racionales padres de familia que priman la seguridad y el confort sobre el resto de las ventajas del automóvil, etc. En definitiva, el estereotipo del varón redunda en un sujeto de atributos connaturales que lo disponen hacia la esfera pública. Otro estereotipo de masculinidad frecuente es el que define al varón como un sujeto capaz de provocar el descontrol sexual de las mujeres en virtud de sus encantos viriles. Esta tendencia se encuentra de modo paradigmático en la publicidad de la industria del perfume. Asimismo, en la publicidad de las industrias de lo que vulgarmente denominamos “comida basura” podemos observar la vigencia de la imagen de un varón primario y esencialmente antisocial.
Una mención aparte merece la publicidad que explota la imagen pública de deportistas de élite varones. Estos spots emplean la imagen del varón deportista como símbolo de la perfección técnica de los diversos artefactos que promocionan. Subyace a esta tendencia la concepción moderna del hombre-máquina; la noción del ser humano (masculino) que logra la automatización de una técnica física mediante el autogobierno disciplinario de su cuerpo y el valor estoico de la auto-superación. Las características concretas de cada técnica particular estarán funcionalmente determinadas por la finalidad de la práctica para la que se dispone dicha técnica, y la práctica tradicional e institucional para la que los varones de toda cultura y sociedad conocida han sido preparados es la guerra. Así, en la actualidad, el deporte moderno se convierte en un símbolo subliminal de la guerra al que transcienden sus valores[36], y el varón deportista en un nuevo modelo de héroe[37]. Esta imagen se puede observar en la publicidad de los propios clubs deportivos, en la que se representa la competición como una guerra entre grupos masculinos que persiguen el honor. Pero no sólo en la publicidad dirigida hacia la auto-financiación, sino también en la relativa a un amplio espectro de productos de consumo. De hecho, una conocida firma de refrescos de cola escenificaba un combate entre romanos y bárbaros en uno de sus recientes spots, donde los integrantes de ambos ejércitos eran representados por futbolistas de élite.
En íntima conexión con la concepción del hombre-máquina aparece la representación del cuerpo masculino en el discurso publicitario. La estética masculina hegemónica de la actualidad está representada por los cuerpos de los deportistas y modelos varones que trabajan en publicidad, cuerpos dotados de una fuerte complexión atlética que simbolizan el vigor “esencial” de la masculinidad. A su vez, los protagonistas masculinos son situados en contextos dinámicos donde prevalece su carácter activo, siendo presentados así como sujetos plenos de la acción. Un signo frontalmente diferente posee la representación altamente sexualizada del cuerpo de la mujer: las modelos publicitarias que encarnan el ideal estético de femineidad son mujeres de aspecto juvenil, extremadamente delgadas y con una cadera y un pecho exuberantes. Estas mujeres aparecen representadas con una actitud pasiva en contextos cálidos y estimulantes, lo que hace que tomen la apariencia de seres débiles y vulnerables que constituyen el objeto del deseo sexual masculino. Esta sobrerrepresentación de las mujeres como víctimas y objetos del deseo sexual masculino hace manifiesta la norma patriarcal desde la que se construye la femineidad estereotípica, ya que, como señala Pilar López, “sin ellas, los personajes masculinos no podrían derrochar todas las características que se asocian a la masculinidad: la protección y la salvación de los personajes femeninos.[38]
Si bien hemos centrado este análisis en el discurso publicitario por su inclinación al empleo de estereotipos, cabe afirmar, de nuevo, que los media en general, son pródigos en estereotipos. Por lo tanto, los estereotipos de masculinidad mencionados en el párrafo precedente son comunes también en el cine, los cómics, la programación infantil, etc.[39]
En definitiva, a pesar de la reciente y escasa presencia de estereotipos de mujeres que desarrollan actividades tradicionalmente consideradas masculinas, los mass media siguen representando a las mujeres como sujetos inactivos, dóciles y dependientes que se dedican fundamentalmente al cuidado de sus hijos y de su esposo y al trabajo doméstico. Por el contrario, definen el modelo de masculinidad como un sujeto activo, agresivo, autónomo y con liderazgo que se dedica al disfrute de la esfera social pública en todas sus expresiones. De este modo, los medios de comunicación inducen una socialización diferente en función del sexo; a los varones se les socializa en la iniciativa libre y autónoma, y a las mujeres en el miedo, la inseguridad y la dependencia. Al mismo tiempo, los medios transmiten la imagen patriarcal de la superioridad del hombre respecto de la mujer, lo que estimula en los varones expectativas de dominación sobre las mujeres, y en ellas resignación frente a la sumisión y la servidumbre. Este hecho junto con la representación de la violencia contra las mujeres que realizan los media contribuyen tanto a la perpetuación de la violencia masculina contra las mujeres como a la desigualdad social y política entre hombres y mujeres donde ésta echa sus raíces[40]. 
Pilar López ha apuntado la necesidad de que los medios de comunicación amplíen el campo de representación de las mujeres para abandonar definitivamente los estereotipos patriarcales de femineidad[41]. Las mujeres son las víctimas de la violencia de género y así deben ser representadas. Es más, los media deberían informar al conjunto de la sociedad acerca de la discriminación social y política que origina las prácticas violentas de dominación de las mujeres. Pero, a lo largo del siglo XX, las mujeres occidentales han constituido uno de los principales sujetos de emancipación, y esta realidad también debe ser representada por los medios de comunicación. De este modo, se evitará una nueva victimización social de las mujeres.
Simultáneamente, el final de la sobrerrepresentación de las mujeres como víctimas debería conllevar el término de la representación de los varones como héroes, con el correlativo desgaste de las conductas violentas y agresivas que el sujeto varón tiene que dominar para constituirse como héroe. Existen varones sensibles, no competitivos, gustosos de cooperar con las mujeres, reacios a la prostitución y que practican el deporte de forma lúdica y saludable. Estos modelos masculinos también deberían tener cabida en el imaginario de los media, porque las prácticas de dominación y discriminación de las mujeres no son sólo un “problema de mujeres”, sino que inducen a los varones hacia una rígida autorepresión física y emocional que les depara un estadio potencial de crisis e infelicidad.
Un análisis filosófico-político tanto de las relaciones sociales entre hombres y mujeres como de su representación en los medios de comunicación evidencia la necesidad de introducir la perspectiva crítica de género de los estudios de género en todos los niveles del sistema educativo. Si las dinámicas de poder que configuran el nuevo entorno de los media no se democratizan y avanzan hacia la igualdad entre los sexos, al menos podemos exigir que las personas que están inmersas en el proceso de socialización reciban las herramientas necesarias para un distanciamiento crítico respecto de estereotipos que potencian la desigualdad social entre hombres y mujeres.
















[1] Sambade, Iván, “Medios de comunicación, democracia y subjetividad masculina”, en Puleo, A. (coord.) El reto de la igualdad de género, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008, pp. 344-360

[2] Clare, Anthony, La masculinidad en crisis, Taurus, Madrid, 2002, pp. 119-123.

[3] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.
[4] Harris, Marvin, Introducción a la antropología general, Alianza Editorial, Madrid, 1981.
[5] Alicia Puleo ha distinguido entre patriarcados de coerción y patriarcados de consentimiento. Mientras que en los primeros las normas consuetudinarias instituidas como ley moral restringen explícitamente la libertad de las mujeres, los segundos incitan, convencen y persuaden a través de diversos mecanismos de seducción para que las propias mujeres deseen identificarse con los modelos femeninos culturales propuestos en los mass media. Puleo, Alicia, “Patriarcado”, en Amorós, Cèlia, 10 palabras clave sobre mujer, Ed. Verbo Divino, Estrella, 1995, pp. 21-54.

[6] Iris Marion Young ha argumentado que el ideal de ciudadanía universal en sus dos significaciones universalistas (generalidad e igual trato), lejos de favorecer el logro de la inclusión y la igualdad de los ciudadanos, tiende a perpetuar la exclusión y la opresión de los grupos sociales discriminados. Young, I. M., “Vida política y diferencia de Grupo: Una crítica del ideal de ciudadanía universal”, en Castells, Carme (comp.), Perspectivas feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 99-126.

[7] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.

[8] Bonino, Luis, Micromachismos, la violencia invisible. Madrid: Cecom, 1998.

[9] De Miguel Álvarez, Ana, “El movimiento feminista y la construcción de marcos de interpretación: el caso de la violencia contra las mujeres”, Revista Internacional de Sociología RIS, nº 35, Mayo-Agosto 2003, pp. 7-30.
Brownmiller, Susan, Contra nuestra voluntad, Barcelona, Planeta, 1981.

[10] Amorós, Cèlia, Sören Kierkegaard o La subjetividad del caballero: un estudio a la luz de las paradojas del patriarcado, Anthropos, Barcelona, 1987.
[11] Bonino, L., La identidad masculina a debate. Teorías y prácticas sobre el malestar de los varones, Area 3, n°4, Págs. 16-20. 1996.
Gil Calvo, E., El nuevo sexo débil, Madrid: Temas de hoy, 1997.
Clare, Anthony, La masculinidad en crisis, Taurus, Madrid, 2002.
Fisas, Vincent, El sexo de la violencia, Icaria, Barcelona, 1998.

[12] Bonino, Luis, Varones, Género y Salud mental. Deconstruyendo la normalidad masculina, Icaria, Barcelona, 2000.

[13] Amorós, Cèlia, “Para una teoría nominalista del patriarcado”, en Amorós, Cèlia, La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres. Cátedra, Madrid, 2005, pp. 111-135.
Millett, Kate, Política sexual, Cátedra, Madrid, 1975.
Puleo, Alicia, “Patriarcado”, en Amorós, Cèlia, 10 palabras clave sobre mujer, Ed. Verbo Divino, Estrella, 1995, pp. 21-54.
Saltzman, Janet, Equidad y género. Una teoría integrada de estabilidad y cambio, Feminismos, Madrid, 1992.

[14] Foucault, Michel, Obras esenciales: Estrategias de poder, Paidós, Barcelona, 1999.
[15] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.
[16] Foucault, Michel (entr.),  “Conversación con Michel Foucault” en Foucault, Michel, Obras esenciales: Estrategias de poder. Paidós, Barcelona, 1999, pp. 27-39.
[17] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.

[18] Ibíd.
[19] Fraisse, Geneviève, Musa de la razón. La democracia excluyente y la diferencia de los sexos, trad. Alicia Puleo, Cátedra, Madrid, 1991.
Pérez Sedeño, Eulalia, “La deseabilidad epistémica de la equidad en ciencia”, en Frías, Ruiz, Vicky,  Las mujeres ante la ciencia del siglo XXI,  Universidad Complutense de Madrid, 2001,  pp.17-38.

[20] Alicia Puleo considera esta conceptualización del cuerpo de la mujer un elemento sistémico de lo que Michel Foucault ha denominado dispositivo de sexualidad. Puleo, Alicia H., Filosofía, Género y Pensamiento crítico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 2000.
[21] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.

[22] Cèlia Amorós nos ofrece, entre otras, la siguiente descripción del patriarcado: “el patriarcado es así un sistema de implantación de espacios cada vez más amplios de iguales en cuanto cabezas de familia, es decir, en cuanto que controlan en conjunto a las mujeres, a la vez que de desiguales jerarquizados en tanto que, para ejercer tal control, dependen los unos de los otros”. Amorós, Cèlia, “Para una teoría nominalista del patriarcado”, en Amorós, Cèlia, La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres. Cátedra, Madrid, 2005, Pág. 114. Asimismo, en esta misma publicación, en el artículo precedente, “Espacios de los iguales, espacios de las idénticas, sobre poder y principio de individuación”, Cèlia Amorós  explica que los varones admiten su subordinación porque a partir del pacto patriarcal entre varones y de las prácticas de reconocimiento-terror, si bien no todo varón detenta posiciones de poder, a todo varón se le reconoce como posible candidato al poder en tanto que miembro del colectivo que ejerce el poder, lo que genera la ilusión de que en un momento futuro les llegará su turno, de que pueden poder. Amorós, Cèlia, “Espacios de los iguales, espacios de las idénticas, sobre poder y principio de individuación”, en Amorós, Cèlia, La gran diferencia y sus pequeñas consecuencias… para las luchas de las mujeres. Cátedra, Madrid, 2005, pp. 87-109.

[23] Clare, Anthony, La masculinidad en crisis, Taurus, Madrid, 2002. Págs. 183-186.

[24] Janet Saltzman considera la división sexual del trabajo como una base coercitiva de la desigualdad social y política de los sexos frente a las bases voluntarias de la misma, en Saltzman, Janet, Equidad y género. Una teoría integrada de estabilidad y cambio, Feminismos, Madrid, 1992.

[25] Foucault, Michel, Hermenéutica del Sujeto, La Piqueta, Madrid, 1994.

[26] Foucault, Michel, “Curso del 14 de enero de 1976”, en Foucault, Michel, Microfísica del poder, La Piqueta, Madrid, 1978, pp. 139-152.
Foucault, Michel, “La verdad y las formas jurídicas”, en Foucault Michel, Obras esenciales: Estrategias de poder. Paidós, Barcelona, 1999, pp. 169-281.

[27] Gil Calvo, E., Mascaras Masculinas. Héroes, Patriarcas y Monstruos, Anagrama, Barcelona, 2006.

[28] Clare, Anthony, La masculinidad en crisis, Taurus, Madrid, 2002.

[29] Bonino, Luis, Varones, Género y Salud mental. Deconstruyendo la normalidad masculina, Icaria, Barcelona, 2000.

[30] Marques, J. V. y Osborne, R., Sexualidad y sexismo, Fund. Univ. Emp., Madrid, 1991.

[31] Vera, J. “Medios de comunicación y socialización juvenil”. En Revista de estudios de Juventud. Marzo 05. Núm. 68, pp. 19-32.

[32] Echeverría, J., Los señores del aire: telepolis y el tercer entorno, Destino, Barcelona, 1999.

[33] Gómez, B. “Disfunciones de la socialización a través de los medios de comunicación”, Razón y Palabra, Núm. 44, Abril-Mayo, 2005.

[34] Correa, R.; Guzmán, M. D. Y Aguaded, J. L., La mujer invisible, Grupo Comunicar, Huelva, 2000.

[35] Allende, V. Visiones del Islam en los medios de comunicación, UNED, Madrid, 1997.
[36] Elías, N. Y Dunning, E., Deporte y ocio en el proceso de la civilización, F.C.E., Madrid, 1992.

[37] Gil Calvo, E., Máscaras masculinas. Héroes, patriarcas y monstruos, Anagrama, Barcelona, 2006.
[38] López Díez, P.; Bengoechea, M.; Díaz-Aguado, M. J.; Falcón, L., “Representación, estereotipos y roles de género en la programación infantil 1”, en Infancia, televisión y género. Guía para la elaboración de contenidos no sexistas en programas infantiles de televisión, IORTVE e Instituto de la Mujer, Madrid, 2005.

[39] En el 2º informe de la investigación: representación de género en los informativos de radio y televisión, Instituto Oficial de Radio y Televisión (RTVE) e Instituto de la Mujer (MTAS), 2006, dirigido por Pilar López Díez, se llega a la conclusión, a partir de una amplia muestra estadística, de que, incluso en este marco realista, las mujeres son mencionadas por su estatus vicario en una proporción superior a los varones y sobrerrepresentadas como víctimas, mientras que los varones, representados en total en una proporción superior respecto de las mujeres de tres a uno, aparecen en los informativos en función de su actividad en la esfera pública, siendo los futbolistas y los políticos varones los dos colectivos más representados. 
[40] López Díez, P.; Bengoechea, M.; Díaz-Aguado, M. J.; Falcón, L., “Representación, estereotipos y roles de género en la programación infantil 1”, en Infancia, televisión y género. Guía para la elaboración de contenidos no sexistas en programas infantiles de televisión, IORTVE e Instituto de la Mujer, Madrid, 2005.

[41] López Díez, P. , 2º informe de la investigación: representación de género en los informativos de radio y televisión, Instituto Oficial de Radio y Televisión (RTVE) e Instituto de la Mujer (MTAS), 2006.

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